Introducción
La Colegiata de San Isidoro es un enorme complejo que ocupa el extremo septentrional del lado oeste del recinto amurallado, con una extensión aproximada de 9.150 m2.
El conjunto se compone de una iglesia, con varias capillas adjuntas, un panteón real, una biblioteca, dos claustros, un priorato, la residencia de la comunidad, un atrio, una huerta trasera y una lonja en el extremo opuesto.
A esa complejidad se suma la antigüedad, factores ambos que convierten la historia de su construcción, especialmente sus fases iniciales, en un laberinto con distintas salidas según cada historiador que se ha aproximado a la cuestión.
Lo que nadie duda es que sus piedras atesoran los principales vestigios de la dinastía que tuvo en León la capital del reino.
Historia
Se sabe que inicialmente radicaban en este lugar dos cenobios bajo la advocación de San Pelayo y San Juan Bautista.
A principios del siglo XI, tras las razzias de Almanzor, Alfonso V reedificó el templo dedicado a San Juan con “ludus et láteres”, expresión que se ha interpretado de distintos modos (tapial y ladrillo, barro y ladrillo, adobe). En todo caso, materiales pobres en comparación con las construcciones pétreas posteriores es lo que esas palabras vienen a decir.
De acuerdo con una acendrada tradición hispana, en su flanco de poniente se erigió el panteón de la dinastía en sustitución del primitivo de Palat de Rey.
Fernando I, a mitad del siglo X, levantó una nueva iglesia de San Juan, al modo prerrománico, tan ancha como el panteón, con fábrica de sillería, tres naves y otros tantos ábsides, que pudiera inspirarse en San Salvador de Valdedios. En 1063 se altera la titularidad tras el traslado desde Sevilla de los restos de San Isidoro. En herencia del primitivo carácter dúplice, el complejo albergaba una comunidad de benedictinas y a clérigos seculares.
Se atribuye a la infanta Dona Urraca la habilitación del panteón real, tal como hoy lo contemplamos, bajo un concepto plenamente románico en la concepción espacial y la decoración, tanto escultórica como pictórica. Sobre el mismo se situaba una tribuna regia abierta a la iglesia, disposición muy habitual en la arquitectura astur. También acompaña al templo, adosado por su lado septentrional, un pórtico de seis tramos.
Por esta época, asociada a la iglesia se erigió una torre de planta cuadrada, amortizando uno de los cubos de la muralla, aunque sin renunciar al carácter defensivo, explícito en su carácter macizo que solo se alivia por encima del adarve y, especialmente, en el cuerpo de campanas con dos vanos gemelos por lado.
Ya en el siglo XII, se sacrificó la iglesia en favor de otra mucho más grande en línea con la catedral de Jaca o la iglesia de Frómista. Constaba de tres naves con arcos peraltados sobre pilares cuadrados o cruciformes, tres ábsides semicirculares y un transepto con la misma dimensión que las naves. Este proyecto se alteró, elevando la nave central, con el fin de dotarla de iluminación directa y cambiando los techos de las naves laterales por bóvedas de crucería que obligaron a añadir varias columnas adosadas a los muros del perímetro, algunas en posiciones peculiares, en medio de un vano. El empaque de este nuevo edificio modificaba la relación de tamaño respecto del panteón real, lo cual obligó a remodelar la comunicación entre ambos. También se procedió a abrir una puerta en el lado sur, la llamada del Cordero, acto que significaba la proyección hacia el exterior, por vez primera, de un programa iconográfico, matizando de este modo el carácter introspectivo del complejo.
Hacia 1120 se emprendió una nueva transformación animada por necesidades derivadas de la peregrinación jacobea. Básicamente se rehízo por completo la cabecera, con tres nuevos ábsides precedidos de tramos rectos. También el transepto, aumentado en altura y longitud, en el que destacan los arcos polilobulados que delimitan el crucero y, en el extremo meridional, la puerta del Cordero, flanqueada por poderosos contrafuertes. También se cubrió la nave central con una bóveda de cañón reforzada con arcos fajones que ocasionó endémicos problemas de estabilidad en sus estribos, excesivamente esbeltos.
Alfonso VII consagró el templo en 1149, poco después de que las benedictinas permutaran residencia y responsabilidades con los canónigos agustinos de Carbajal.
A finales del siglo XII, al norte de la iglesia ya debía existir un claustro que había embebido el pórtico construido 150 años antes, que se complementó con un oratorio -capilla de la Trinidad- y una sala capitular.
Consolidada ya la configuración esencial, a partir del siglo XV, las intervenciones tienen un alcance importante, aunque no llegan a transformar la estructura del conjunto.
Entre 1433 y 1450 Simón Álvarez encastra un coro alto en los tres últimos tramos de la nave central de la iglesia mediante la inserción de una bóveda muy rebajada que fragmenta en dos su altura libre, transformando notablemente su configuración espacial. Mayor trascendencia tuvo la sustitución, a comienzos del siglo XVI, del ábside central por una nueva cabecera mucho más grande, con la traza de Juan de Badajoz el Viejo, aquí menos inspirado de lo habitual. Poco después, el abad Rodríguez de Fonseca promovió la renovación del claustro románico, adoptando el estilo renacentista aunque con el cuidado de respetar el pórtico inicial, del siglo XI. En 1530 la sala capitular se acondicionó como capilla funeraria de la poderosa familia de los Quiñones. A partir de 1543 Juan de Badajoz el Mozo dirige la construcción de la biblioteca situada a los pies de la iglesia en forma de un adusto e introvertido volumen. Esta operación supuso el sacrificio de los últimos vestigios de los palacios reales.
También dejó su impronta durante las últimas décadas de siglo XVI el eminente arquitecto Juan de Rivero tanto en la portada del priorato, en la entrada desde la plaza de Santo Martino, como en la muy destacada escalera capitular.
A mediados del siglo XVIII se construyen el claustro trasero y el refectorio. Ya en el s. XX, Juan Bautista Lázaro y Juan Crisóstomo Torbado, entre 1905 y 1920, trabajan en la restauración de la Colegiata, centrándose en la iglesia, donde éste último se esmera en facilitar la lectura de las distintas fases cronológicas con una actitud adelantada a su tiempo.
Luis Menéndez Pidal, arquitecto de Bellas Artes, entre 1958 y 1978 no deja prácticamente nada sin restaurar, incluso de forma póstuma porque falleció en 1975. Comienza con la habilitación del Museo para lo cual abre un acceso perforando un muro de 3 m de grueso, levanta el nivel del piso 2 m, reconstruye íntegramente una escalera de caracol y crea dos nuevos accesos al panteón y a la tribuna real. De 1959 a 1961 restaura el panteón con un nuevo pavimento de piedra, reorganiza los sepulcros para facilitar el paso de los turistas e ilumina indirectamente las bóvedas. Le toca luego a la tribuna real para convertirla en sala del tesoro de la Colegiata, enmendando parcialmente una reforma de Badajoz el Mozo.
En 1959 se recuperó el pórtico románico embutido dentro del claustro del s. XVI. Buena parte de las basas, fustes, capiteles y dovelas aparecieron en su sitio original, otros se encontraron en rellenos de muros y otros se labraron, marcados con una R para avisar de su condición. En 1960 comenzó la restauración de la torre, que se ha prolongado durante 4 décadas, y en 1962 se intervino en el archivo y la biblioteca, construyendo un forjado de perfiles de acero y losa de hormigón armado, es decir, introduciendo sin reparos técnicas constructivas modernas. Entre 1967 y 1969 se acondicionó la capilla mayor y el camarín, para adaptarse a las normas litúrgicas del Concilio Vaticano II. Entre otras tareas, la carpintería de Miguel Pérez talló y ensambló 16 sillas corales de madera de roble y estilo gótico que forman conjunto con los tronos episcopal y abacial. En 1971, se remodeló el pavimento de la iglesia, cambiando madera por piedra, en sintonía con la inclinación por los acabados que en el imaginario popular se identifican con la nobleza histórica. Dos años después, en unas obras de urgencia motivada por la rotura de algunos sillares se recalzó la portada del Cordero. No parece que se tranquilizara el ambiente porque la alarma se hizo extensiva a la iglesia. Ya a principios del s. XX, J. C. Torbado había medido un desplome de 33 cm en el muro septentrional de la nave central, hecho por cierto nada infrecuente. Sin embargo, una inspección que detectó una grieta en la clave del cañón, algo también habitual, desencadenó una expeditiva intervención al estilo de la época, mediante cosidos metálicos, erección de contrafuertes de hormigón armado y atirantado de la bóveda con barras de acero, dispuestas a cada lado de los arcos fajones. Se mantuvo el culto a pesar de que la mayor parte de la iglesia estaba apeada, colocando un altar en el transepto, con los fieles ocupando la capilla mayor y las alas del crucero. En el curso de la obra, murió Menéndez Pidal, al que sustituyó su hermano José. Aprovechando la ocasión se eliminaron los enlucidos que revestían los paramentos para aflorar el característico acabado historicista, y poco histórico, de sillería desnuda.
No es de extrañar que esta larga lista anime a pensar que San Isidoro es más un edificio de Menéndez Pidal que un monumento románico.
El edificio que flanquea el atrio que da acceso al claustro barroco, entrando, a la derecha, fue proyectado en 1962 por el arquitecto Juan Torbado para albergar una frustrada Escuela Superior de Arte Sacro. Su fachada es fruto del traslado, por iniciativa del obispo Luis Almarcha, de su homóloga en la casa blasonada de los Quirós, sita en la calle Pablo Flórez, aunque el historiador Emilio Morais señala que la reposición no atendió a la sintaxis original.
Valga esta reseña para expresar el enorme valor histórico, arquitectónico y artístico de la Colegiata, sin entrar siquiera en las piezas excepcionales que custodia. Sin embargo, San Isidoro padece el destino del segundón, ensombrecido por la potencia icónica de la Catedral gótica, en verdad avasallante. Tal vez a esa situación coopere también el emplazamiento urbano, la inveterada tendencia introvertida del complejo y el hecho de que su fachada principal, de una complejidad muy rica a ojos del conocedor, no ofrezca una estampa espectacular para el público más profano.
Bibliografía
E. ALGORRI GARCÍA; R. CAÑAS DEL RÍO; F. J. GONZÁLEZ PÉREZ: León. Casco Antiguo y Ensanche. Guía de arquitectura, Colegio Oficial de Arquitectos de León, León, 2000, pp. 84-87. (Comentario de G. Boto Varela).
GERARDO BOTO VARELA: “Morfogénesis espacial de las primeras arquitecturas de San Isidoro. Vestigios de la memoria dinástica leonesa”, Siete maravillas del románico español, Aguilar de Campoo, 2008, pp. 153-191.
GERARDO BOTO VARELA: “In Legionenssy regum ciminterio. La construcción del cuerpo occidental de San Isidoro de León y el amparo de los invitados a la Cena del Señor”, Monumentos singulares del románico. Nuevas lecturas sobre formas y usos, Aguilar de Campoo, 2012, pp. 91-135