Introducción
Si la minería del carbón desempeñó un papel estratégico en el desarrollo del capitalismo industrial, durante la fase autárquica del franquismo -parcialmente deliberada, parcialmente voluntaria-, esa importancia se acentuó aún más, como principal fuente de suministro energético autóctono.
En 1940, el Distrito Minero de León empleaba 10.700 trabajadores con fuerte tendencia al alza aunque, simultáneamente, el sector del carbón adolecía de una carencia sistemática de personal cualificado de interior (capataces, vigilantes, etc.).
En aquel momento la opción formativa más próxima estaba en Mieres, pero las cuencas asturianas compartían el mismo déficit, a la vez que ofrecían condiciones laborales más ventajosas.
Historia
Los impulsores de la creación de un centro docente minero en León fueron principalmente los directores técnicos de las mayores empresas locales del carbón: Roberto Sterling (Hulleras de Sabero), Leonardo Manzanares (Hullera Vasco-Leonesa), Juan Caunedo y Marcelo Jorissen (MSP).
Años después, a partir de 1952, adquirió gran protagonismo Antonio del Valle Menéndez (Hullera Vasco-Leonesa), miembro de una influyente y emprendedora familia que promovió las principales iniciativas industriales radicadas en la provincia de León durante el desarrollismo franquista.
Tras distintas gestiones en la jungla político-administrativa de la capital, el Ministerio de Educación Nacional dictó el 20 de diciembre de 1943 una Orden creando la Escuela de Capataces de León -la novena del país-, que no empezó a funcionar hasta el otoño de 1944.
Participaban en la financiación de su coste, por orden del monto de la aportación: el Sindicato Carbonero del Norte, el Ministerio de Educación Nacional, la Diputación provincial, el Ayuntamiento de León y la Caja de Ahorros.
La Escuela comenzó a funcionar con 34 alumnos, mayores de 16 años, que simultáneamente trabajaban en la mina y los fines de semana se desplazaban a León para asistir a las clases los sábados por la tarde y los domingos por la mañana. Incluso en pleno nacional-catolicismo, el carbón se anteponía a la devoción. De hecho, la asistencia era obligatoria y se controlaba rigurosamente.
En 1948, salió la primera promoción cuyo nº 1, en realidad el único que aprobó todas las materias, fue el padre de quien escribe. Este dato da una idea de que, a pesar de la necesidad, el título (Facultativo de Minas) no se regalaba.
Los planes de estudios y títulos académicos fueron evolucionando pasando sucesivamente a la categoría de “perito” y más tarde de “ingeniero técnico”.
Inicialmente las clases se impartían en el edificio de la Escuela Normal. A pesar de que el horario de fin de semana no debiera interferir con su funcionamiento, en 1947 este centro revocó la autorización, forzando a un traslado que, tras distintos avatares, recaló en la Facultad de Veterinaria, lo que hoy se conoce como Albeitar. Hay que tenerse en cuenta que este edificio era entonces bastante más pequeño, pues lo que hoy vemos es resultado de un levante de una planta, proyectado en 1965 por los arquitectos Jesús Arroyo y Juan Torbado.
Claramente esta salida no era una alternativa muy sólida y la Escuela de Minas desarrolló su actividad precariamente hasta que alcanzó a dotarse de un edificio propio.
Con ese objetivo, el Pleno del Ayuntamiento de León celebrado el 8 de mayo de 1958 había acordado la cesión gratuita al Ministerio de Educación Nacional de una superficie de 1.000 m2 en terrenos del antiguo Mercado de Ganados con la condición de que las obras comenzaran en el plazo de un año y terminaran antes de que transcurrieran tres. Afortunadamente el Ayuntamiento no fue riguroso, porque el edificio no se inauguró por el Caudillo, como se decía entonces, hasta septiembre de 1962.
Por falta de tiempo, para un acto tan significado se habilitaron unas aulas y laboratorios “Potemkin”, acudiendo a otras instituciones docentes como la Escuela de Comercio o el Colegio de los Agustinos que prestó su colección mineralógica.
La maniobra no coló pues Franco o su séquito se percataron de la impostura. El episodio se saldó con la dimisión del subdirector Juan José Oliden, obligado a desempeñar el ingrato papel de cabeza de turco.
Se da la particularidad de que este proyecto fue utilizado por sus autores -Ramón Cañas del Río (59 años) y Ramón Cañas Represa (27 años y titulado ese mismo año)- como trabajo de tesis, dentro de un peculiar sistema de obtención del doctorado por los arquitectos. Por ese motivo, el documento está elaborado con particular esmero.
Descripción y análisis
La cesión municipal fue finalmente más generosa de la prevista, consistente en una parcela muy agradecida, de 1.750 m2, forma rectangular, topografía horizontal y orientación casi N-S en el lado corto (C/ Corredera).
El edificio suma unos 5.000 m2, en cuatro pisos: semisótano, baja bastante elevada respecto de la rasante de la calle y dos altas. La planta tiene forma de una U alargada, ocupando 1.200 m2 aproximadamente, con el salón de actos en el centro del recinto delimitado por los tres lados.
El programa funcional arranca con una planta semisótano que alberga usos auxiliares: talleres, zonas de almacén e instalaciones, y vivienda del conserje, que nunca faltaba en un edificio oficial.
Sobre rasante, los cuerpos laterales se dedican a laboratorios en las tres plantas y el central a aulas en las dos superiores. La planta baja se conecta con la calle mediante una escalinata que antecede a un vestíbulo dotado de cortavientos, flanqueado por la secretaría y la zona de dirección, que se prolonga con el salón de actos, enfrentado a la puerta principal.
La distribución interna es radicalmente simétrica con dos núcleos de escaleras y aseos que se ubican en la conexión entre el cuerpo delantero y las alas.
El esquema funcional denota una pedagogía eminentemente práctica, por la profusión de laboratorios, y exclusivamente masculina pues en los planos he creído interpretar que todos los aseos tienen una zona de urinarios. Supongo que entones no se imaginaba la posibilidad de mujeres en labores mineras.
La imagen exterior del edificio se caracteriza por dos rasgos principales: la cubierta aparentemente horizontal, y el predominio aplastante del vano sobre el macizo en los alzados orientados hacia el exterior, decisión que toda seguridad no facilita precisamente unas buenas condiciones de confort térmico en las estancias orientadas a sur y a poniente, al menos en la estación calurosa.
Ambos le confieren un aire moderno, que posiblemente llamó la atención en aquel momento, por su despojo de toda la iconografía historicista (columnatas, frontispicios, etc.) de uso común hasta entonces. Haciendo memoria me atrevo a sugerir que es el primer edificio público en León que, durante el franquismo, se aparta de los estilos ampulosos de la autarquía.
Atribuyo esta condición a dos factores. De un lado, el cambio económico y social en ciernes, pues el Plan de Estabilización que desmanteló el sistema autárquico es de este mismo año (1959). De otro, la impronta de Ramón Cañas Represa, que indudablemente retornó a León, tras la obtención del título, con el ánimo de cambiar el panorama arquitectónico local.
El edificio expresa en su propia configuración el carácter contradictorio del “desarrollismo” del que emana. Tiene un aspecto moderno pero conceptualmente sigue siendo bastante antiguo, como demuestra la escalinata de entrada y la disposición en simetría especular, netamente estática. Lo mismo que el franquismo de los 60: reaccionario en el fondo y algo más desenfadado en la forma.
Desde el punto de vista técnico el repertorio de materiales ejemplifica muy bien la época: estructura de pilares y forjados de hormigón armado, ventanas de perfiles de acero, muy finos, que sistemáticamente se han sustituido, porque no son precisamente herméticos, por carpinterías extremadamente robustas que alteran completamente la imagen original.
El proyecto incluía el mobiliario del edificio: mesa de reunión, mesas y sillas de despacho, pupitres, tableros y banquetas de dibujo, estanterías, percheros, vitrinas, incluso ceniceros y papeleras. Todo ello con tubos de acero y tableros contrachapados, en una línea que se definiría entonces como “funcional”, representó un suplemento aproximado del 10% respecto del coste de construcción.