Introducción
La norma de enterrar a los muertos en recintos dedicados exclusivamente a este fin es relativamente reciente, de principios del siglo XIX, implantada por la administración napoleónica. Hasta entonces se inhumaba dentro de las iglesias o en torno a ellas. Una parte de la ciudad antigua se levanta sobre acumulaciones de esqueletos. Por ejemplo, en el entorno de Palat de Rey, donde se encuentran enterramientos a menos de 50 cm de la rasante actual.
Historia
En León, el primer cementerio moderno se estableció en la carretera de Asturias, sobre un solar de lo que luego fue Maternidad y hoy una residencia de ancianos de la Diputación, aunque es sabido que costó imponer la costumbre de enterrar en el cementerio.
El actual se abrió en 1932. Los panteones y tumbas de fecha anterior fueron trasladadas por los herederos de los fallecidos.
Hay un acta del Pleno municipal con fecha de 1941 que acuerda «trasladar al osario de la nueva necrópolis los restos de los cadáveres que hayan cumplido los cinco años de inhumación» y se daba a las familias de los fallecidos quince días para solicitar el alquiler o compra de nichos o tumbas. Y las losas de las que se abandonaron fueron recicladas como bordillos y pavimentos de aceras.
Descripción y análisis
El cementerio ocupa actualmente 19,89 has, tanto como el primitivo recinto de la Legio VII. Tiene una planta hipodámica, en retícula ortogonal, con manzanas de 46 x 46 m, agrupadas en “parques”.
Su entrada está enfatizada por un pórtico en arquería, planta semicircular, y proporción achaparrada que, al menos hoy día, cumple una función puramente simbólica, nada desdeñable en estos lugares consagrados a la memoria, y que ganaría mucho dando al espacio que delimita una configuración diferente, liberada de un uso tan prosaico como el estacionamiento de vehículos.
Enfrentada a la puerta se sitúa una capilla de estilo ambiguo, netamente neogótica en su interior, escuela con profundo arraigo en la arquitectura religiosa, y más heteróclita por fuera.
En sus distintas modalidades de enterramiento el cementerio puede interpretarse como un trasunto, una especie de recreación funeraria de la ciudad de los vivos. Desde luego, el primer y más patente mensaje que emana de todo el discurso simbólico que arropa la muerte es aquel de “todavía hay clases”. De hecho, las sepulturas más antiguas están presididos por la inscripción “propiedad de...”.
Los nichos primitivos se asemejan, en su abigarramiento y sus columnas de hierro fundido, a la ciudad antigua decimonónica. Las tumbas y panteones de las familias pudientes y adineradas en torno a la capilla son una suerte de ensanche burgués, como las casas para ricos proyectadas por Manuel de Cárdenas.
Cerca de la “capilla laica” hay un grupo de panteones iguales, llamados de San Carlos que parece una urbanización de chalets de lujo: suntuosos, iguales y en torno a una zona verde. Al lado, los nichos de Santa Marina asemejan unos bloques de vivienda colectiva del barrio del Egido o de San Mamés. Y los nichos que cerraban el recinto previo a la ampliación son, en su considerable altura y enorme desarrollo longitudinal, como el edificio Abelló del cementerio. Luego vienen los “chalets” adosados, de clase media, con sus revestimientos de granito pulido, cubiertas a dos aguas de pizarra o teja de cemento negra y puertas de aluminio anodizado, en una recreación bastante literal de la arquitectura residencial convencional, en su versión más banal.
Capítulo aparte merecen los panteones o las tumbas que han conseguido su propósito, es decir, que rememoremos el “contenido” -los que allí yacen- cuando hablamos de la magnificencia o singularidad del “contenedor”.
Por su exquisitez y magnificiencia destaca sobre todos el panteón de Pedro Gómez Álvarez Carballo, hijo único de Secundino Gómez y María Álvarez Carballo que falleció prematuramente -con 20 años- el año 1896. Se distingue por la llamativa cubierta de forma piramidal coronada por una escultura.
Es proyecto del arquitecto madrileño Fernando Arbós y se construyó en 1899, alcanzando una amplia repercusión pública, pues una reseña del mismo, con imágenes incluidas, se publicó en el semanario “La Ilustración Española y Americana” el 22 de julio de 1900. Su diseño expresa el apogeo del eclecticismo o estilo arquitectónico de tipo mestizo caracterizado por el recurso a elementos y motivos ornamentales de raigambre diversa. Así, se combinan elementos de origen bizantino (disposición basilical, capiteles y el mosaico dorado de la cúpula), goticistas (arcos) y propios del clasicismo italiano (frontones, molduras, palmetas y combinación de mármoles). La escultura superior, de bronce, se concibe bajo una estética romántica. Desde luego, los progenitores del finado echaron la casa por la ventana, como muestran las taraceas marmóreas de factura exquisita y unos capiteles de motivos vegetales que no tienen nada que envidiar a sus modelos tardo-romanos.
Al lado de la capilla está la tumba, mucho más modesta, de Fernando Álvarez de Miranda (+1909) y Marcelina Álvarez Carballo (+1936), proyectada por el arquitecto Amós Salvador.
El Panteón de Leoneses Ilustres (1928), se distingue por su cubierta abovedada. El hecho de que permanezca vacío puede que incite a comentarios sedicentes por los mal pensados. Desde el punto de vista estilístico se remite a un historicismo de repertorio neo-medieval con robustos muros, arcos de medio punto, contrafuertes, frisos de trenzados y bolas. En el interior prima el románico a base de un arco fajón moldurado, bóvedas de arista, rosetones y un vitral policromo en el testero.
Por esa misma zona, el panteón de la familia Cañas, proyectado por el arquitecto Ramón Cañas Represa, hijo de Ramón Cañas del Río, ofrece una visión más moderna y lacónica de la arquitectura funeraria, mediante paredes en talud, aplacados pétreos con las juntas biseladas, y en la puerta, una magnífica reja, muy tupida, de inspiración románica.
También destila este tono levemente “egipcio” -referencia funeraria por excelencia- el panteón de los Hermanos Maristas, con un remate en forma de gola y un aplacado en bandas horizonales muy estrechas, de dos tipos de piedra.
Severos y vecinos son los panteones de los respectivos cabildos: de la Catedral y de la Colegiata de San Isidoro.
A la izquierda de la capilla, según se entra, la tumba de Julio del Campo descansa en exclusiva sobre la capacidad simbólica de la escultura en forma de una figura yacente que en su mano derecha sostiene una maza (signo de cantero) y en la izquierda un libro.
Otros panteones singulares son el neoclásico del carpintero Miguel Pérez o el de Manuel Díez Canseco, inclasificable, de tipo “grottesco”, con un grupo escultórico enmarcando la puerta y un techo inclinado a modo de gran losa pétrea que evoca un dolmen.
Bibliografía
M. SERRANO LASO: La arquitectura en León entre el historicismo y el racionalismo, 1875-1936, Universidad de León, León, 1993, pp. 101-107