Introducción
Hasta 1950 muchos edificios de viviendas se realizan en dos fases. Una vez concluidos, o durante el curso de la obra, se solicitaba licencia para añadir alguna planta más. Esa práctica pudiera deberse a tácticas fiscales o motivos comerciales, a la espera de comprobar el éxito de la iniciativa, y planteó un cierto desafío a los arquitectos porque la proporción es un factor esencial en la composición de la fachada. Con otro origen, esta cuestión volvió a suscitarse a finales del s. XX en distintos edificios del Ensanche cuyas fachadas debían conservarse según el Plan General de Ordenación Urbana, a la vez que se permitía un aumento de la superficie construida y de la altura. Algunos recordarán aquellas obras con las estructuras estabilizantes y sus dados de hormigón ciclópeos invadiendo la acera. Las soluciones venían dictadas en parte por la normativa ya que debía mantenerse la fachada original en su totalidad, cornisa incluida. Con ese condicionante el añadido se asoma por encima, generalmente reproduciendo las pautas compositivas y recreando la ornamentación de modo simplificado, aunque también se optó por el contraste violento mediante el uso de diferentes materiales de acabado. En todo caso, casi nunca ha faltado una clara distinción entre las dos partes, habitualmente recurriendo a un tratamiento singular de la primera planta añadida. Los resultados, no muy convincentes, incitan a mirar hacia este edificio donde se adoptó un criterio diferente en la formalización de las plantas superiores, demostrando que a veces lo más simple es lo mejor.
Descripción y análisis
Las condiciones de partida eran muy favorables para el proyectista, con una parcela grande (900 m2) de forma cuadrada y dos fachadas de desarrollo parecido que vierten hacia las orientaciones más soleadas. El esquema en planta, más o menos simétrico respecto de la mediatriz del chaflán, se organiza con dos escaleras, cada uno con su portal propio, un amplio patio central y dos laterales más estrechos. Cada nivel alberga cuatro viviendas típicas de la época, con largos pasillos centrales y habitaciones a los dos lados, agrupando las cocinas y los baños con objeto de abaratar las instalaciones de fontanería. Dos de ellas tienen todas sus dependencias habitables en la crujía de fachada y las otras dos son interiores, salvo un par de estancias, estableciendo así una cierta jerarquía. En vertical, el edificio tenía inicialmente cuatro plantas, con unos alzados que despliegan un ecléctico repertorio ornamental gracias a toda clase de arcos -de medio punto, carpaneles, trilobulados-, balcones y frontispicios redondeados, cornisa de canecillos y, sobre todo, dos miradores cilíndricos en las esquinas del chaflán, en forma de torrecillas coronadas por cúpulas revestidas de mosaicos polícromos. Los vanos son, en su mayoría diferentes en cada planta, con menor categoría decorativa según se sube, expresando la estratificación social previa a la generalización del ascensor. Juan Torbado Franco, continuó 42 años después el proyecto de su padre elevando dos plantas y lo hizo sin complicarse la vida: demuele las coronaciones de la fachada, añade dos plantas iguales a la última del original y reproduce arriba todo el programa decorativo de la cornisa, los frontispicios curvos y el remate de las torres, aplicado simplemente el principio de la unidad de estilo. El cambio fue sustancial, no es lo mismo un edificio de cuatro plantas que otro de seis, pero merece la pena preguntarse si la diacronía debe expresarse a voces.