CATEDRAL DE SANTA MARÍA DE REGLA

Arquitecto/s: 
Varios
Fecha del proyecto: 
A partir del s. XIII
Plaza de Regla s/n
CATEDRAL
Fachada meridional
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Introducción

En la semblanza de Antonio Gaudí, incluida en su libro “Homenots, primera sèrie”, Josep Pla pinta en 1958 una optimista estampa de la ciudad de León. Pero a la vez destaca la paradoja en la que está sumida, atenazada por el poderío asfixiante  del icono que secularmente la ha representado:
“Sin embargo, toda la población se encuentra como emplazada bajo los efectos de su inmensa, impresionante, prodigiosa catedral gótica. Su volumen es tan considerable que afecta a la totalidad del urbanismo ciudadano. Después de la catedral (...) uno tiene la sensación de que el resto de León es secundario. La catedral lo borra todo como si el resto quedase a la planta de sus pies”

Historia

Al igual que muchos monumentos, la Catedral de León es una especie de matrioska que alberga en su interior varios edificios.
En ese emplazamiento, el más alto del recinto, estuvieron las termas del campamento de la Legio VII. A principios del siglo X, el rey Ordoño II estableció allí su palacio y en 917 lo cedió parcialmente a la diócesis que levantó dos iglesias y un baptisterio, siguiendo una pauta habitual en esa época. Es sabido que durante el siglo XI se reformaron los templos y se erigió el primer claustro monumental.
A finales del siglo XII el obispo Manrique de Lara promueve la construcción de una nueva iglesia tardorrománica, similar a sus homólogas de Zamora o Salamanca. Sin embargo, y a pesar de los  recursos invertidos en la cimentación, su sucesor, Martín Fernández, con el respaldo económico de Alfonso X, decide emprender en 1245 un nuevo proyecto más ambicioso.
La traza corrió a cargo del maestro Simón que, a un tamaño algo menor, recrea los modelos franceses de Reims, Amiens o Châlons-sur-Marne. La planta se organiza mediante una cabecera de presbiterio pentagonal, orlado por una girola de cinco capillas hexagonales y precedido por tres tramos rectos. Sigue a continuación el transepto, de tres naves, con la misma dimensión que la cabecera y, finalmente, un brazo de cinco tramos, el último de los cuales se flanquea por sendas torres, una a cada lado.
En sección se reproduce el esquema canónico de la construcción gótica, con la nave central notablemente más alta que las laterales y techo de bóvedas de crucería cuyos nervios se formalizan  como una prolongación de las semicolumnas que conforman el perímetro de los pilares.  Dentro de ese marco tan estereotipado, el espacio interior se distingue por la diafanidad de sus cerramientos, que cabría calificar de extraordinaria, en el sentido de lo ordinario llevado a un grado extremo.
Por el exterior, también se reproduce la solución estándar para resistir los empujes de las bóvedas de la nave central mediante arbotantes dobles, entroncados en contrafuertes coronados por pináculos. Todo este esqueleto exterior compone la estampa característica de los templos góticos que los más favorables a este estilo han descrito con toda clase de metáforas elogiosas, y los detractores con expresiones más prosaicas, como andamio permanente.
El maestro Enrique trabajó en la triple portada meridional, deudora de la burgalesa del Sarmental, y en la principal, mirando a poniente, también de tres vanos bajo un pórtico corrido. Por su parte, la comunicación con el claustro, al norte, se ejecutó con un vano único, probablemente condicionado por construcciones precedentes que no se sacrificaron.
Parece que en 1303 el primer impulso ya estaba suficientemente materializado. A partir de aquí se inicia un ininterrumpido proceso constructivo, inherente a todo edificio monumental, y particularmente acusado en los construidos a la manera gótica pues al atrevimiento estructural se suma la condición exterior de los sistemas de contrarresto con la consiguiente multiplicación del coeficiente de forma (relación entre superficie exterior y volumen encerrado por la misma), factor que en climas inclementes como el de León, implica la necesidad de permanentes obras de mantenimiento.
En la segunda mitad del siglo XV el maestro Jusquín trabaja en los estribos de forma cuadrada que resuelven la confluencia de arbotantes en las esquinas orientales del transepto y en el piñón del hastial septentrional. A finales de ese siglo, Juan de Badajoz el Viejo erige sobre la muralla,  adosado al lado septentrional del presbiterio, un edificio de planta oblonga y tres tramos de bóveda, destinado a biblioteca, hoy convertida en capilla llamada de Santiago, que por sí solo representa uno de los indiscutibles hitos de la historia de la arquitectura de la ciudad. Su hijo homónimo, apodado el Mozo, ya embebido del espíritu renacentista dejó su impronta en la escalera capitular, un oratorio adosado a la sacristía, las bóvedas del claustro y el trascoro, sito inicialmente en el presbiterio, y que en 1745 se trasladó a la nave central en una operación que todavía hoy genera controversias por el efecto de  fragmentación del espacio interior que imposibilita la percepción completa desde la cabecera a los pies, convirtiendo estos últimos en una especie de nártex.
En la primera mitad del siglo XVII se levantó sobre el crucero una cúpula barroca que descabaló por completo el delicado juego de equilibrios gótico, generando graves problemas estructurales, imposibles de atajar, que desembocaron a mediados del siglo XIX en una situación alarmante, amenazando con el desplome de la mitad meridional del transepto. La primera medida que derivó de este hecho resulta, en principio, sorprendente: la declaración de la Catedral como Monumento Histórico, el primero que recibió en España esa calificación. Vista en perspectiva, tiene más fondo de lo que parece pues supone la irrupción del Estado en la conservación de un inmueble de propiedad particular, tanto en su financiación como en la toma de decisiones. Esta dualidad, todavía hoy no resuelta, produjo entonces agudos conflictos que de vez en cuando se reproducen, si bien es verdad que de una forma más pacifica.
En 1857 Pascual Colomer emite un dictamen sobre desprendimientos acaecidos en el cimborrio y el ala meridional del crucero con conclusiones muy pesimistas. Dos años después, se encomienda al arquitecto clasicista Matías Laviña que ataje la ruina para lo cual desmonta la cúpula y los grandes pináculos que la flanquean. La operación genera una desestabilización de todo el brazo meridional, en forma de piezas de dominó, que le obliga a desmontar el hastial sur. Inicia luego su reconstrucción, que deja inconclusa pues muere en 1868, algunos dicen que del susto.
Tras una breve y polémica intervención de Hernández Callejo, y mediante un proceso selectivo, el Ministerio de Gracia y Justicia nombra a Juan de Madrazo y Kunt, arquitecto perteneciente a una familia de sólido linaje artístico, profesional solvente y hombre de convicciones liberales que chocarán con la mentalidad conservadora de la ciudad y en particular con el Cabildo. A pesar del clima hostil, Madrazo formula los conceptos rectores de la restauración, que se mantendrán incluso tras su sustitución, y redacta varios proyectos, entre ellos, un ocurrente apeo interior del edificio que merecerá  el reconocimiento general, incluso de sus adversarios. Aún así, es destituido en 1879, falleciendo un año después, en este caso parece que por los disgustos.
Le sucede, siguiendo sus pautas técnicas, Demetrio de los Ríos que con gran celo aprovecha la ocasión para eliminar expeditivamente todos los elementos que considera espúreos, es decir, pertenecientes a fases posteriores a la gótica inicial, en estilos conformes a sus respectivos momentos históricos.
A su muerte en 1892, parece que sin relación con la Catedral, Juan Bautista Lázaro repone las vidrieras, que se habían desmontado íntegramente, y reconduce la restauración hacia una linea más conservacionista. En 1908, como consecuencia de un irremediable trastorno mental, le sucede su ayudante durante 15 años, el arquitecto local Juan Crisóstomo Torbado.
Aparte de prolongada en el tiempo, la restauración tuvo una entidad de tal calibre que el templo se consagró de nuevo en 1901, pues estuvo varias décadas cerrado al culto.
Tras la Guerra Civil, bajo la dirección de Luis Menéndez Pidal se intervino en la torre vieja (1949), el hastial norte (1956), el hastial sur y la cubierta (1966), que había sido destruida por un incendio.
Y desde entonces tampoco han cesado las obras de restauración, con mayor o menor alcance, ni tampoco cesarán porque así es el destino de estas moles góticas.

Descripción y análisis

No sólo hoy la vemos con otra mentalidad sino también en un entorno urbanístico muy diferente del que existía cuando empezó a construirse, factor que sin lugar a dudas condicionó su configuración arquitectónica. La Catedral nunca fue concebida como un edificio aislado, precedido de explanadas amplias sino, todo lo contrario, como un volumen descomunal que emerge descollante y vertical entre un dédalo de callejuelas intrincadas y un caserío abigarrado.
La plaza de Regla fue ampliada en el siglo XVI por el Cabildo, con el propósito de controlar la actividad comercial, y en la segunda década del siglo XX se demolió el tramo de muralla, llamado Puerta Obispo, que acometía a la girola desde el sur, uniéndola al Palacio Episcopal. Incluso varias  calles enfocadas directamente hacia el hito emblemático fueron ensanchadas y realineadas a finales del siglo XIX.
No es por tanto, un edificio concebido para las perspectivas panorámicas, de tal suerte que, si se quiere percibir como en sus orígenes, hay que rodearlo y buscar las vistas traseras.

Un rasgo característico de la Catedral de León es su imbricación con la muralla. Primero, en su trazado en planta, porque el proyectista adaptó el esquema canónico dando una dimensión singular, en función del grosor del lienzo, al último tramo recto que articula la conexión con la girola. Por su parte, este elemento se conforma como la versión agrandada y concéntrica del cubo original que en vertical se pone de manifiesto con un robusto zócalo ciego. Estas particularidades indican que la traza se planteó tomando la muralla como origen de referencia, en una demostración de la sensibilidad del autor hacia los condicionantes particulares o la persistente capacidad de influencia de los precedentes históricos o, más probablemente, de la interrelación entre ambos factores.

Causa admiración al espectador más o menos enterado la pureza estilística de la Catedral, expresión de la apoteosis del gótico en su fase culminante, llamada radiante por los historiadores. Lo cierto es que nos encontramos ante un edificio tan extremadamente gótico porque no lo es o, dicho de una manera menos taxativa, porque en buena medida se encuadra en el neogótico decimonónico. Si Demetrio de los Ríos no hubiera sacrificado todos los aditamentos que consideraba impropios, hoy tendríamos delante un monumento mestizo y, tal vez, más genuino. Pero en su restauración primó una interpretación estricta de las teorías del arquitecto francés Eugène Viollet-le-Duc que propugnaba el retorno al estado prístino, incluso aunque nunca hubiera existido. Este hecho ha merecido en ocasiones un juicio negativo, por ejemplo, en el frustrado intento de incorporación a la lista de Patrimonio de la Humanidad, aunque bien podría enfocarse desde el punto de vista opuesto, como la muestra más completa que hay en España de la teoría y práctica moderna sobre restauración de monumentos que empieza a adquirir carta de naturaleza en la segunda mitad del siglo XIX.

Dentro del templo destaca el inhabitual acristalamiento del triforio, es decir, el pasillo que recorre el perímetro de la nave central, por encima de sus arcos inferiores. Comúnmente este elemento es ciego porque queda tapado por los faldones a una vertiente de los tejados de las naves laterales, que con esa disposición vierten las aguas hacia el exterior sin mayores problemas. Esta decisión, que ciertamente contribuye en una medida nada desdeñable a acentuar la sensación de gracilidad e ingravidez del espacio, tiene la contrapartida de la complicación de las cubiertas por la dificultad de evacuar las pluviales que se acumulan contra el exterior del triforio, justamente en un punto donde las tensiones soportadas por las finas columnillas son muy altas y la pérdida de materia por causa de la erosión tendría efectos muy perjudiciales. Antiguamente se recurrió a canales de trazado muy enrevesado y dispuestos por dentro de los tejados, que fueron fuente permanente de problemas. Ha habido que esperar hasta el siglo XX para que nuevos materiales y procedimientos hayan permitido la conciliación de luminosidad y estanqueidad.
De todos modos, una cierto grado de inadaptación es un rasgo común a las cubiertas de todas las catedrales góticas hispanas, como se pone de manifiesto en los gabletes de los hastiales, cuya forma triangular muy peraltada obedece a su función de remate de unos faldones con mucha inclinación, generalmente revestidos con pizarra, al estilo de las catedrales francesas. Cuando la cubierta es de teja árabe, caso de esta catedral, o el gablete queda muy chato, contraviniendo las normas compositivas góticas, o se deja exento -solución finalmente aplicada-, lo cual genera problemas de estabilidad frente a la acción del viento que se palian mediante el calado de la fábrica con rosetones u otros elementos ornamentales.

La ubicación de la sillería del coro, y su correspondiente trascoro en el medio de la nave central, tras el transepto, supone una completa subversión del majestuoso espacio gótico pues convierte los tramos iniciales de la nave en un vestíbulo poco útil, las naves laterales en simples pasillos y la visión del altar queda restringida a una pequeña zona, como una iglesia menor, encajonada entre el presbiterio y el coro.
Sin embargo, la recuperación de la unidad y magnificencia originales no pasa de ser un anhelo irrealizable por múltiples motivos, entre los que destaca el moderno concepto de monumento como receptáculo del sedimento histórico que acumula distintas fases evolutivas sin que quepa privilegiar unas sobre otras.
No obstante, en la segunda década del siglo XX se sustituyó la primitiva puerta por un cierre transparente con un fino marco de bronce dorado y protegido por una verja del mismo material,  detalladamente decorada, cuya altura es inferior al plano de visión del espectador. Con esta intervención tan sutil se crea una especie de rendija capaz de compatibilizar el respeto por el legado histórico con la contemplación de la nave central en todo su desarrollo. Por añadidura, en las tardes soleadas el rosetón occidental se refleja en los paños acristalados superponiéndose a las bóvedas de la cabecera, como una presencia etérea y flotante que recrea la idea fundacional del espacio envolvente e ilusorio.
 

Bibliografía

E. ALGORRI GARCÍA; R. CAÑAS DEL RÍO; F. J. GONZÁLEZ PÉREZ: León. Casco Antiguo y Ensanche. Guía de arquitectura, Colegio Oficial de Arquitectos de León, León, 2000, pp. 66-69. (Comentario de G. Boto Varela).

G. BOTO VARELA; Mª VICTORIA HERRÁEZ ORTEGA; JOAQUÍN YARZA LUACES (Eds.): "La Catedral de León en la Edad Media". Actas del Congreso Internacional. León, 7-11 de abril, 2003, Universidad de León, León, 2004.

J. DÍEZ OLALLA: La Catedral de León en 1892-1902. La restauración de Juan Bautista Lázaro, Universidad de León, León, 2020.

I. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ: La Catedral de León. Historia y resturación (1850-1901), Universidad de León, León, 1993.

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